Se amaron frenéticamente durante toda la noche, como si de la última se tratase, en el silencio cómplice de las salas vacías. Al amanecer, cuando los rayos de sol comenzaban a entrar entre las vidrieras de colores ella ordenó los almohadones de seda y encajes, se recogió el pelo y entró en el cuadro. Cruzó los brazos de la forma habitual, ladeó sus piernas como solo ella conocía y trajo a su rostro la célebre sonrisa satisfecha. En el suelo de mármol, el cuerpo iluminado del conserje comenzaba a despertase.
1 comentario:
Breve pero bonita historia, me quedo con ganas de más.
Publicar un comentario