Bruno dejaba el
cigarrillo en el hueco del cenicero y expulsaba el humo de sus pulmones.
Aquella sensación de vacío empezaba a llenarlo de nuevo. Y él no sabía qué
podía hacer. Inspiraba e expiraba, pero aún así, ya no era suficiente. Estaba
cansado de abrir los ojos y no ver nada, de abrir el corazón y no sentir más
que una habitación vacía. Estaba cansado de fumar, de beber, de ir por la vida
follándose a todo bicho que pasara por sus partes. Estaba cansado de ser aquel elemento
en el que se había convertido. Se miraba al espejo y no se buscaba: percibía a
una persona que ya no era él. Bruno soñaba con el momento en el que toda su
vida diera un giro. ¡Hasta creía en el amor a primera vista! ¿Ridículo, verdad?
Pero él nunca descubría ese amor, por el miedo que sentía a enamorarse, a
confiar ciegamente, a que le volvieran a despedazar el corazón. Nadie había
llamado a las puertas de su alma para quedarse, porque él mismo los echaba.
Ella lo veía darse una y otra vez con la realidad. Ella era el hombro sobre el
que lloraba. Ella era todo lo que él quería
que fuera. Él nunca llegó a abrir
los ojos para darse
cuenta de que ella había nacido para quedarme.
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