Ella era frágil. Era esa
niña que pretendía ser fuerte, esa que detrás de una sonrisa ocultaba cada una
de sus inseguridades pero que al mirar su reflejo no podía evitar derramar lágrimas.
Se tragaba todo el sufrimiento durante el día, y por las noches… se recostaba
en su cama liberándose de la mejor manera que encontrase cada día. Su cruce de piernas
morenas era mejor que un cambio de juego de Xabi Alonso y sus labios comparables
al sabor de una cerveza en una playa del Mediterraneo. Su andar partía baldosas
y resquebrajaba los cristales de las copas, era como el pan nuestro de cada
día. Pero a la vez estar con ella era como dejarse las luces puestas, el gas
abierto y el horno encendido. Y no tener las llaves. Ella era una de esas
chicas que cada día están más guapas. Lo cual es raro. Ella era una de esas
chicas que nunca me hizo caso. Lo cual no es raro. Y nadie guiñaba el ojo como
ella. ¡Que el barco se está hundiendo! Ella me guiñaba un ojo. ¡Que el
cielo se va a caer sobre nuestras cabezas! Ella me guiñaba un ojo. Y
entonces me tranquilizaba. Era muy divertida aunque más complicada que armar un
mueble de Ikea. Y eso hacía que fuera aún más interesante, por supuesto.